Una hoja de papel se quema, se escapa, rueda por la calle. Un taxista grita a la señora del quiosco improvisado regañándola por su derroche de recursos. Todos reímos. Veinte metros mas tarde son cenizas lo que se extiende por el asfalto. Trescientos colones por el café, un tanto mas por el pastelillo de papa. La señora entre bromas, explica que se le habían acabado los fósforos, que solo improvisaba; que ya esta por irse. Bajando las gradas, de regreso al hospital es como si el incidente cobrara más importancia que la trasnochada que cargamos. O que la persona adentro vigilada por los doctores. Una forma de olvidarse de los verdaderos problemas y remplazarlos por cotidianeidades de una ciudad con un gran hospital nuevo. Los vendedores ambulantes, al fin de cuentas, son una especie de salvamento. Mas allá de la tarifa y el servicio. Mas allá de que cinco minutos en la sala de espera nos regrese a la misma preocupación anterior y que con los demás presentes compartamos la madrugada.
Cuando son las tres de la mañana en un hospital, uno es un poco como esa hoja que se quema, a veinte metros de todo.
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