Todo debe ser
perdido. Cada uno de los artículos
enumerados en la lista de mi
patrimonio
ante la institución que me nombra con dígitos.
La lista, la
institución, los números que
remplazan mi nombre y este nombre
mismo.
Los años que circularmente han pasado
de las
enfermedades a las vacaciones,
los permisos sin goce de
salario
a los días festivos que guardé en cama.
Lo que
hice y lo que no. Las palabras
cruzadas en los pasillos y los
comentarios
a mis espaldas, buenos y malos.
Todo. Que nada
registre lo que la voluntad
sostuvo antes de las 4 p.m. Ni las
llegadas tardías,
ni los minutos de café ni de almuerzo.
Todo. El escritorio, la silla, las paredes
en las que
colgué la foto de una familia
que se fue quedando sin miembros.
La computadora que dice estar
entre los artículos
enumerados,
su teclado, las palabras que utilicé
para responder tus
mensajes.
Los mensajes mismos; la pálida espera
con la
que ansié tus ojos a la salida
del horario regular de trabajo.
Todo debe ser
perdido.
Todo debe ser olvidado.
Todo lo que me
recuerde
la fragilidad con la que sostengo
el tiempo y el
espacio
que aún nos mantienen
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