En el reloj de bolsillo ha quedado tatuada la hora.
Alguien ha pasado una sabana sobre mi cabeza y aun tengo las marcas en el pecho de los intentos repetitivos por mantener fluyendo la sangre al resto del cuerpo. Pero ellos también se han inmovilizado. El aire, el parpadeo de la luz, el llanto de los visitantes queda interrumpido en el hilo que suspende la vida; es en este momento en el que soy el único sobreviviente del mundo, que no se pregunta si es demasiado tarde para arrepentirse de lo que ha hecho.
Y así se van los pianos de cola, las enaguas al viento, el paso meticuloso de los triatlonistas, los pedazos de una fotografía con tu ombligo, la cicatriz que me marcó la rodilla cuando se resbalo la tarde en una alcantarilla.
Mis ojos absorben el blanco, la tela cae sobre los parpados y se traga lo que he visto en todos los años.
Sin dudar la importancia de mi muerte, vuelven los movimientos celestes y las explicaciones de cómo hoy no podré llegar a tiempo al trabajo.
Solo soy material inerte, el armazón de lo que reconocerán como un hombre.
Ya dan las doce de la noche.
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