Hay algo en la música de los autos cuando pasan; una reiteración del ruido que convierte la carretera en algo propio. Cuando uno se ha acostumbrado a esa vibración se escucha la noche de una manera diferente. Porque solo de noche, con la casa quieta, es que formalmente apreciamos el ritmo ajeno a nosotros mismos.
En Dulce Nombre de Alaju ela, el lugar donde vivo, existen dos caminos cercanos a la población que son muy concurridos: la autopista y la carretera que conecta La Garita con el Barrio San José. Aunque una sea la vía principal que permite el paso sin internarse por Alaju ela; la otra, muchas veces es tomada por los camiones y viajantes que en ciertos días se ahorran las presas de la otra ruta. Este fenómeno convierte al asfalto en un instrumento sonoro, accionado por las miles de máquinas al pasar.
Desde la ventana de cualquier cuarto; lo que se integra para articular la atmósfera es el rugido del combustible quemándose, una radio encendida y la conversación entre los pasajeros. Una atmósfera que, en mi caso, he vivido por veinticuatro años. Habituado a esos sonidos, desconozco los elementos que posibilitan la costumbre; no sabré ni uno solo de los nombres de las personas que pasaron con su auto frente a mi casa, ni siquiera que canción reproducían en el dial. Ellos completan su viaje y yo mi jornada: ignorando las costuras que hacen posible la rutina.
En Dulce Nombre de Ala
Desde la ventana de cualquier cuarto; lo que se integra para articular la atmósfera es el rugido del combustible quemándose, una radio encendida y la conversación entre los pasajeros. Una atmósfera que, en mi caso, he vivido por veinticuatro años. Habituado a esos sonidos, desconozco los elementos que posibilitan la costumbre; no sabré ni uno solo de los nombres de las personas que pasaron con su auto frente a mi casa, ni siquiera que canción reproducían en el dial. Ellos completan su viaje y yo mi jornada: ignorando las costuras que hacen posible la rutina.
William Eduarte para La Nación
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